El último porno

Sobreviviendo a los avances de Internet, DVD y la televisión por cable, el Urdaneta es el único cine triple X de Caracas que cobija bajo sus sombras a solitarios espectadores que flirtean con el sexo ajeno. Tres jóvenes universitarias incursionaron en este templo del arte adulto que se niega a morir. Acá, su experiencia

Joanny Oviedo
Jackie Osteicochea
Idana Rodas 

*Cada segmento fue escrito por una autora distinta.
Texto original escrito en 2007. Publicado en TalCualDigital
Foto: Ken Roe. En Flickr: Kencta
"Lo que más disfruto es el sexo anal”, confiesa en su inglés elemental una rubia con bikini de hilo mientras aprieta los dientes contra su labio inferior y se acomoda en la cama matrimonial, antes de seguir explicándole sus preferencias al camarógrafo: “Y no me gustan los negros”.

     Al otro lado de la pantalla no sólo se encuentran los espectadores del Teatro Urdaneta –todos hombres– esperando ansiosos que comience la acción, sino que en un tiempo anterior a esa concentración de testosterona en la sala, un hombre de voz ronca cargada de picardía se había tomado la tarea de hacerles preguntas a las mujeres que protagonizarían su documental, para así indagar en sus fetiches y su anatomía.

     Las autoras de este reportaje entran a la sala y se sientan juntas, una al lado de la otra, comenzando por la butaca del extremo derecho de la sala, tal como les recomendó el acomodador para evitar cualquier acercamiento indeseado. El esfuerzo fue en vano. La entrada de tres mujeres había sido bastante llamativa como para salir airosas. No había terminado de sentarse la última, cuando un joven procedió a ocupar la silla contigua e inmediatamente decidió procurarse su propia diversión.

     En los puestos del medio, un señor mayor se mantiene inmóvil frente a las sugestivas imágenes, pero ha sido lo suficientemente cuidadoso como para colocar un periódico sobre sus piernas. En la parte de  atrás, tres muchachos comentan entre risas los intríngulis de la película, y se retiran pasados treinta minutos: tal vez su intención era conocer lo que subyace en un lugar que despierta la curiosidad de más de un transeúnte, y en el que muchos clientes asiduos se sienten liberados.

MENTES HOT

     En la película, la novia del camarógrafo –una rubia delgada– aparece en pantalla para ayudar a la joven de cabello oscuro –ya sin ropa interior debajo de su vestimenta– a dejar la timidez: “Muéstranos tu trasero. ¿Está limpio?”, y acto seguido la muchacha deja el curtido sofá, se da la vuelta, se arrodilla y se sube la falda de jean para demostrar con su dedo meñique que todo está en orden. “Wow, mmm. ¿Te da miedo hacer esto?”, continúa  animando a la joven.

     La introducción de cada encuentro de la película no es realmente un “calentamiento previo”, pues dada la oferta de cine continuado, de lo que se trata es de no perder el interés del que ya lleva rato en el cine o darle la bienvenida al fresco visitante.

    Manuel González, trabajador de este cine ubicado de Puente Nuevo a Puerto Escondido, se encarga de señalarles los asientos disponibles a los clientes que van ingresando al local. Sin embargo, esa labor ha pasado a un segundo plano, considerando que hace aproximadamente cuatro años la Alcaldía de Libertador exigió la colocación de unos largos bombillos rojos de halógeno en  las paredes laterales de la sala para que, con menos sombras entre las cuales escudarse, los asistentes controlaran sus impulsos. Además, muchos espectadores conocen exactamente en qué parte de la sala desean sentarse.

     Las butacas delanteras, en lugar de ser incómodas por recibir directamente el reflejo de luz que emite la pantalla, son el punto de encuentro, el espacio donde se desenvuelve la verdadera acción. Incapaces de repetir las acrobáticas posiciones de la película con total libertad, los espectadores que estratégicamente se han sentando en la parte delantera de la sala, se acarician entre sí, se hacen sexo oral o incluso buscan la manera de sentarse dos en una misma silla a disfrutar del filme entre movimientos ascendentes y descendentes.

AFUERA ES OTRA COSA

     Durante seis de los siete días en los que funciona el Teatro Urdaneta, de 1:30 a 8 pm, González se mantiene atento al comportamiento de la gente a lo largo de 524 puestos, labor que le confía casi del todo a su vista, pues con los audífonos de su radio intenta aislar el sonido latente de los gemidos cinematográficos.

     El contacto diario con el público del Urdaneta lo lleva a definirlo con facilidad: 90% de los que vienen son homosexuales. “Este es un lugar de tolerancia, porque la conducta de ellos es aquí nada más, afuera son otras personas. Incluso, hay un grupo de treinta o cuarenta años que entra a la 1:30 pm y sale en la noche. Yo no sé cómo aguantan eso”.

     Luego de haber visitado más de seis veces el único cine de pornografía que queda en Caracas, Carlos Sandoval, profesor universitario de la UCV y la UCAB, quien resultó el ganador del I Concurso de Crónicas Clímax con su texto “Puerto Escondido”, comentó, en una entrevista para El Ucabista, que “muchos van al cine, y no precisamente a ver la película, sino a buscar cualquier tipo de relación o contacto”.

     Aunque masturbarse en el cine obviamente no está permitido –tal como lo indica la ordenanza municipal–,“ellos no están viendo comiquitas”, aclara González entre sus bigotes negros, para justificar las veces que deja pasar la manifestación de esa conducta, pero enfatiza que “los clientes no pueden tener relaciones sexuales en el cine, y si los llego a ver, los saco”.

     Sin embargo, tener una sola persona para controlar a casi 200 espectadores por día puede ser complicado. El Teatro Urdaneta es uno de los cines que más recauda en el municipio Libertador por venta de su boletería. Según las cifras contenidas en la liquidación de mayo 2007, suministradas por la Superintendencia Municipal de Administración Tributaria (SUMAT), sus ingresos fueron de 30 millones de bolívares al finalizar ese mes, un monto que al parecer es inferior al real, debido a que estos comercios tienden a “maquillar” un poco sus finanzas con la finalidad de disminuir la cantidad de dinero que deberán destinar al pago de impuestos, que en este caso es 10% de sus ganancias.

     Henry López, quien ha sido fiscal de eventos de la Alcaldía de Libertador durante casi dieciséis años, explica que ese cine puede considerarse rentable aun cuando, por ejemplo, el del Centro Comercial Metrocenter reúne 500 millones mensuales entre sus cinco salas: “Comparando al Teatro Urdaneta, que tiene una sala, con una sola sala de Metrocenter, el primero recauda bastante, tomando en cuenta que la entrada cuesta 5 mil bolívares y es cine continuado, es decir, que la gente puede pagar el boleto una vez y permanecer ahí desde que abre hasta que cierra”.

     Incluso, únicamente están abiertos al público los asientos de la planta baja del recinto, ya que a partir del año 2000 el dueño, quien reside en Miami, decidió cerrar el balcón que se encuentra ubicado en el segundo piso del teatro –con lo cual quedaron sin uso alrededor de 200 butacas, ahora polvorientas– una vez que un intento de robo dio la señal de alarma.

     Como el aparato está programado para que la película sea transmitida cincos veces seguidas, Radamés Abad, trabajador del Urdaneta durante más de 20 años, no se encontraba en el balcón manejando los equipos: “La parte de arriba era para las parejas, para que no las molestaran los hombres que venían solos. Ese día, dos muchachos trataron de forzar la reja del mueble donde estaba el DVD para llevárselo; yo me di cuenta cuando vi que la luz del proyector estaba apuntando a un baño y no a la pantalla; en seguida subí, y ya se habían ido. Desde entonces, no se dejó subir a más nadie”.

     Pero ese no fue el único motivo, sino más bien el detonante, pues los empleados del cine ya habían percibido cómo los boletos habían dejado de venderse con la rapidez de antes.
    
Foto: Ilich Otero/ Diario TalCual
  Las famosas colas que se hacían diariamente a las afueras del cine –y que actualmente sólo se forman los lunes populares– ya no eran tales. “En la época en la que yo iba [los ochenta] se hacía cola, y era largota, llegaba hasta la esquina de arriba en algunos casos”, recuerda el psicólogo social y escritor de narrativa erótica, Rubén Monasterios, quien aprovechaba de ver películas como “Aventuras de aeromozas suecas” los días en los que le tocaba entregar algún trabajo en el diario El Nacional, situado justo al lado del Teatro Urdaneta.

La lucha por permanecer en el mercado no la libró únicamente este cine al que algunos califican jocosamente como “el sobreviviente”. A partir de la década de los ochenta, algunas salas de Caracas –entre ellas Rívoli, San Martín II y Urdaneta, también de cine pornográfico– optaron por unirse a varias distribuidoras pequeñas y ofrecer películas de géneros específicos, ya sean mexicanas, eróticas o de acción, como una manera de seguir siendo competitivas frente la crisis económica, y el surgimiento del video grabador y las grandes salas comerciales que transmitían filmes de estreno hechos en Hollywood.
Foto: Ilich Otero/ Diario TalCual

     Alejandro Rebolledo y María Yépez, en el trabajo titulado el Texto-clip del cine de género en Caracas: pornografía, violencia, drama, erotismo indican que esos recintos se convirtieron en “un circuito diferenciado de otros como el comercial y el de arte y ensayo”, que se caracterizó por ubicarse, generalmente, en las adyacencias de la Plaza Bolívar, trabajar en horario continuado de 9am a 9pm –en lugar de hacerlo por funciones–, vender tickets que costaban la mitad de la entrada de un cine del Este, y captar espectadores de bajos recursos económicos que asistían a las salas sin necesidad de haber sido invitados por atractivos avisos publicitarios.

"La lucha por permanecer en el mercado no la libró únicamente este cine al que algunos califican jocosamente como 'el sobreviviente'" 

     Visitantes como Juan Gabriel Pinto, fanático de la pornografía y ex redactor de la compañía enCaracas Sello Editorial, se mantuvieron atentos y curiosos ante la cartelera de los cines dedicados exclusivamente a la sensualidad y sexualidad humana.

     Según Pinto, el público en su mayoría masculino –pues todavía se veían parejitas en las salas de vez en cuando– escogía uno u otro cine dependiendo del nivel socioeconómico y la facilidad de acceso a éste: “El cine Las Acacias (en Sabana Grande) se distinguía del Penthouse (en el Centro Comercial Los Ruices) por ser de paso, pues estaba en un lugar donde circulaba mucha gente, entonces no había que desplazarse hasta el lugar, subir escaleras, etcétera como en el otro. Además, el primero era más barato”.

     En cuanto a la calidad de la proyección, “eran más profesionales los cines Penthouse y Central (en la esquina de Ibarras), mientras que en Las Acacias podía pasar que se parara la película de repente porque no habían cambiado el rollo o porque el operador estaba distraído”.

     Era notorio que esos locales mostraban una gran debilidad frente a los cines comerciales. Rubén Monasterios explica que en un principio proyectaban producciones latinoamericanas, que habían sido filmadas con recursos caseros, y en las que aparecían mujeres poco agraciadas, lo que las hacía “muy poco estimulantes para un espíritu más sensible”.

     Sin embargo, ‘esa basura de antes’, como la llama entre risas el conductor de “El corazón  solitario” en la Emisora Cultural de Caracas, fue reemplazada por materiales importados principalmente de Francia, Italia y Estados Unidos, que mostraban “una cinematográfica más elaborada, argumento, mujeres bonitas y galanes buen mozos tomados en buenas locaciones”.

     Con el tiempo, estos recintos consagrados al placer fueron desapareciendo hasta resucitar convertidos por la fe. Iris*, una señora que atiende el bar “La Sociedad”, al lado del Teatro Urdaneta, afirma que “los de la Oración fuerte al Espíritu Santo querían comprar el cine, y los evangélicos también”, mientras que otros en efecto se transformaron en templos o almacenes como el Traki de Sabana Grande.

     
Foto: CinemaTreasures.com

Contra todo pronóstico, el Urdaneta se ha mantenido en el mismo sitio, sin remodelaciones aparentes, con una de películas con clasificación tipo “C” – dirigida a mayores de dieciocho años– que, a pesar de ser más explícita que las de años anteriores y carecer de la trama que solían exhibir filmes como Garganta Profunda, que alguna vez fue proyectada en esa sala, continúa atrayendo a los hombres a desplazarse hasta el centro de la ciudad.

     Tal como dice Sandoval en su crónica, “las otras alas editaban las escenas ginecológicas o se quedaban al borde de caricias soft, como ocurría con las exhibiciones de El Rialto, en Padre Sierra”.

     Tampoco es suave lo que sucede en Puerto Escondido –nombre que casualmente remite al submundo del teatro–, una calle que suena a salsa y huele a indigente, en la que, como diría Iris*, “no hay ley”, sino “indigentes y malandros [que] se enconchan en las pensiones que están cerca”, una situación de peligro latente que explica por qué la mujer rubia de cabello rizo expende los boletos para el Teatro Urdaneta a través de una ventanilla con papel ahumado por la que el cliente únicamente verá sus uñas barnizadas.

     El fiscal López indica que “es cuestión de seguridad, ya que trabajan con un público que no es el más fácil y, además, ahí está la boletería, se maneja dinero, y ella es la que está a cargo de eso”. De repente, la joven de la melena oscura se olvida de su timidez en el preciso momento en que tres hombres fornidos y desprovistos de ropa –listos para la acción– se acercan al sofá. Más que sorpresa, sus ojos denotan curiosidad.

IDEAS PRECOCES

     No han pasado más de cinco minutos desde que esta mujer de mediana estatura, cabello castaño y ojos achinados -que se arropa por unos instantes con una franelilla blanca, sin sostén, y con un retazo de jean como falda, sin pantaleta, claro-, modeló frente a una cámara casera, como diciéndole “mucho gusto, encantada de conocerte” al espectador, y ahora, cuando súbitamente llegaron tres hombres altos, blancos, de manos fuertes, ya erectos, y la tumban sobre un sofá verdoso y comienzan a penetrarla en cuanto orificio quepa un órgano que se engrosa hasta los catorce o dieciséis centímetros.

     Recorrido por los pezones, las orejas, la entrepierna, o las nalgas; pues no, tal estimulación está ausente en esta película y en el cine porno en general. Estos tres señores muy altos y ya erectos la tomaron entre todos y la acción se desarrollaba más o menos así: uno introduce su órgano agigantado en la boca de la actriz, tanto que pudiera hacerla vomitar como cuando uno se intenta cepillar las muelas más lejanas. Aunque ella parecía tener una boca pequeña, ahí cupo semejante cilindro.

     A la par, la mujer, con una mano masturba a otro hombre, cuyo miembro se agranda cada vez más en la pantalla, y con la otra mano se masajea el clítoris. El otro hombre, de piel rosada, sin ningún atavío, la penetra por su vagina, en la posición “normal”.

     Si un espectador cierra los ojos por un momento, y se abstrae de estar en una sala que, a pesar del vaporón es fría, a media luz rojiza, y sentado al lado de algunos policías, jóvenes en plena pubertad, hombres salidos directamente de su oficina, o al lado de un señor que tiene el aspecto de un padre de familia, podría asegurar que en lugar del Urdaneta, está en el hipódromo de La Rinconada. Cada chasquido de los dedos, a la velocidad que los suenan los fanáticos hípicos, es una entrada y salida de un pene que choca contra unos labios húmedos.

     En unos minutos más, los actores cambian de lugar. En esta parte de la secuencia cinematográfica, a la mujer se le ve la boca enrojecida, y sin un residuo de labial. Uno de los fornidos –sin un vello en el pecho y tampoco en el pene- la penetra por el ano y, a la vez, otro lo hace por el sexo femenino. Es decir, la joven queda en el medio de ellos dos, y en su boca sigue el cilindro enfurecido.

     “El pornográfico es un género cinematográfico que se caracteriza por lo explícito y directo de sus imágenes”, como exponen Rebolledo y Yépez. Es por ello que en las cintas porno se pasa, sin atravesar un puente, de una breve presentación de las actrices a la penetración por cualquier cavidad, y de allí a la explosión del “volcán de lava blanca”.


     Hay películas pornográficas de diversos tipos pero, por lo general, presentan elementos formales comunes que las hacen ser verdaderamente estimulantes. Para Abdel Güerere, profesor de la UCAB y ex presidente del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía, en las porno “se hacen tomas frontales en las que se privilegia el cuerpo humano y el eje de la acción dramática es el encuentro sexual, por lo que no requiere de una escenografía llamativa y el vestuario es intrascendente, salvo que parte del fetichismo es que la mujer siempre está en tacones altos y son enfermeras, niñitas o lesbianas vestidas de sadomasoquistas”.

     Y lo explícito es lo que les gusta a los voyeuristas que asisten al Urdaneta, quienes allí satisfacen su necesidad de ver sin ser mirados. La descripción anterior de la mujer que es penetrada por tres hombres a la vez es uno de los momentos más esperados por los espectadores: “Algunos valoran (…) ‘cuando una mujer tiene relaciones con dos, tres, cuatro hombres’; ‘la penetración, cuando se ve mucho la parte sexual’; ‘las relaciones en pleno apogeo, con lujo de detalles’; ‘la profundidad en el sexo’; ‘la parte central de la trama, que es el sexo’” (Rebolledo y Yépez).

     Mientras estas escenas se presentan en una pantalla gigante y en planos close up, el silencio en el Urdaneta se hace cada vez más ensordecedor. Desde las últimas filas, se ven en las primeras y en las del medio, algunos cuerpos que suben y bajan, de modo muy sutil; otros no suben más, sino que colocan la cabeza pegada al espaldar de la silla, y con las piernas bastante entreabiertas, como formando una ve pequeña.

     Los brazos ya no están en los pasamanos, sino en la bragueta de los pantalones, de jean, de vestir, bermudas, en fin. Si se es más curioso, las manos de los voyeurs tocan una y otra vez su miembro escondido, pero otros lo hacen directamente, resguardándolo dentro de una franela ancha.

     Desde entonces, algunos personajes del público, sobre todo aquellos de cabello largo teñido, con gorra de colores pasteles, zarcillo en una oreja, y con un tumbao´ un tanto femenino, pero sin ser natural, comienzan a caminar alrededor de la sala, como para ver a quién se ofrecen, o quién los llama.

     Otros con las mismas características permanecen en su butaca, pero su cabeza parece un ventilador, tanto que casi no le prestan atención a la película. Algunos espectadores se levantan y se dirigen directo al baño porque es probable que allí, en uno de los dos urinarios, ambos con puerta metálica entre amarillo y naranja, puedan encontrar un amante para liberar aquello que el porno desató. En este sentido, Rodolfo Izaguirre, crítico cinematográfico, comenta en su texto Erotismo en el cine venezolano que “la necesidad del espectador nunca quedará satisfecha con el film porno y el deseo surgirá entonces de la insatisfacción. A la larga, el film porno tiende a aniquilar el deseo y a producir vacío y angustia en lugar de excitación”.

     Es la ansiedad que produce ver lo que en una pantalla sobra y que los espectadores no tienen porque, como afirman Buroz y Mayorca en el libro La pornografía, ésta “no sugiere, sino que muestra en forma clara y precisa. (…) Todo puede y debe estar a la vista y en la medida en que haya mayor percepción y claridad, hasta en los detalles, se habrá logrado un mejor cometido pornográfico”.

     En cambio, lo erótico sugiere, y a un pezón o un pubis afeitado los recubre una tela traslúcida. Esta imagen de Buroz y Mayorca ejemplifica la diferencia: “Sugerir que se haga pornografía con rodeos es algo así como exigirle al hambriento que se demore quitando la cáscara de la fruta (…); la idea de la pornografía es otra: desnudar la fruta rápidamente para conocer mejor su interioridad”.

     Si existen ciertos preámbulos para saborear un dulce, entonces se está ante la presencia de un material erótico. Monasterios indica la diferencia entre el erotismo y la pornografía: “Ambas son categorías estéticas, formas de mostrar lo sexual. Lo distintivo es que la pornografía es explícita, el close up a la genitalidad humana; y lo erótico es la toma de distancia, te dejo entrever, pero no te muestro del todo, te dejo con las ganas. Es la figura de la mujer desnuda acostada en una cama con las piernas abiertas, pero velada por una cortina”.

     Desde otro ángulo, desde el piso de arriba que fue clausurado y desde donde se proyectan los filmes, se observa con claridad al público que se masturba; sin embargo, como sonó la alarma estridente que avisa que llegó un fiscal de la Alcaldía Mayor, quienes se tocaban dejaron de hacerlo, quienes tocaban a otro también, y el hombre de lentes de contacto azules y cabello largo rubio escondido en una gorra rosada, abandona su puesto de vigilante del baño para instalarse en el medio de la sala, como avisando que “llegó el fiscal: dejen de fumar, de excitarse, y compórtense”.

     “La pornografía de hoy, sea la de los comercios de artículos de goma, sea la de las novelas, films u obras de teatro populares, es un permanente estimulante del vicio solitario, onanismo, masturbación o como quiera llamársele; la moderna pornografía es la provocadora directa de la masturbación”, exponen Lawrence y Millar en el texto Pornografía y obscenidad.

     Ahora, ¿qué de particular hay en este público que asiste al Urdaneta, que llega a masturbarse frente a unas doscientas personas más? De acuerdo con Leopoldo Tablante, comunicador social y crítico de cine, “el porno se dirige a hombres entrecortados y solitarios, tipos de rostro ansioso y piel abrillantada (…). Los adictos al porno suelen ser hombres desposeídos de tacto para el flirteo; son malos seductores, no tienen pareja”.

     Esta postura la comparten Rebolledo y Yépez, quienes aseguran que en los cinéfilos que asisten al Urdaneta predomina una variable emotiva: “El público del cine pornográfico está compuesto mayoritariamente por hombres que van solos y después de trabajar. El aburrimiento, la soledad, la insatisfacción vivencial, son las razones más frecuentes de asistencia que dan estos espectadores. [Entonces], la excitación sexual a través de la pornografía es una forma de compensar momentáneamente ciertas carencias afectivas y sexuales en el individuo”.

     Al Urdaneta llegan hombres encorbatados, con papeles, agendas, periódicos, y libros en la mano, como si los fueran a leer allí dentro. Otros entran comiéndose una Oreo, pero solos, siempre solos. En ninguna de las visitas, las autoras observaron a una pareja heterosexual, y tampoco a una mujer.

     El sexólogo del Centro de Investigaciones Psiquiátricas, Psicológicas y Sexológicas de Venezuela (CIPPSV), Luis Tabares, apoya en parte la opinión de Tablante, Rebolledo y Yépez, en cuanto a que estas personas carecen de “habilidad para conseguir pareja, para tener sexo con otra persona, o presentan algún tipo de alteración para crear relaciones interpersonales”. No obstante, no todos los presentes en el Urdaneta asisten porque se sientan solos o sean malos seductores. Tabares explica que “no necesariamente tienen carencias afectivas; puede ser porque les guste el género pornográfico, como si fuese una película de acción u otra”.

     Por su parte, Mercedes Pulido, psicóloga social, afirma que existen distintas tipologías de las personas que van a un cine porno: “estas provienen de patrones muy autoritarios o promiscuos, o que tienen estructuras muy introvertidas y tendencia misógina, o con serios  problemas de sadismo o masoquismo; [por ello], tienden a satisfacerse con la proyección en la violación de normas”.

     Algunos caballeros tienen como hábito asistir casi diariamente al Urdaneta. Aunque es bastante fácil pensar que presentan algún problema psicológico, según Tabares y la también sexóloga del CIPPSV, Alicia Garzón, esta práctica se considera una enfermedad, es decir, pornofilia –que es un tipo de parafilia, además del exhibicionismo (excitación sexual al ver las reacciones de otros al mostrar los genitales), el voyeurismo (activación sexual al mirar a otras personas teniendo sexo sin ser visto), la pedofilia (excitación sexual en presencia de niños), en fin-, sólo cuando “la única manera de activarse o excitarse sexualmente es a través del material pornográfico, como revistas, películas, fotos”.

     Entonces, si el cinéfilo padece de pornofilia, y por lo tanto seguirá asistiendo al Urdaneta, “reforzará la enfermedad. También afectará su vida psicológica si siente vergüenza de estar allí, si se lo permite o no, lo que depende de los valores socioculturales donde esté insertado”, según Garzón.

     Son los patrones culturales los que indican si es bien visto o no ir a un cine porno, o en general manifestar la sexualidad de manera abierta. Por ello, Lawrence y Miller sostienen que “convenciones morales que se han impuesto en la sociedad llamada civilizada dan por inexistente la totalidad de lo sexual basándose en normas supuestamente fundadas en la religión”.
   
Foto: Nelson Garrido
  
Nelson Garrido en el ojo de Leo Vaca.

Si hay algún culpable, por lo menos de la “inhibición” de los venezolanos en cuanto a hacer público lo relacionado con el sexo, ése es la Iglesia Católica, según Nelson Garrido, fotógrafo y crítico del porno. “Lo porno guía fantasías sexuales, a través de él se lleva a cabo un aprendizaje sexual, de técnicas, posiciones. El problema es que siempre se le da una carga moral y de pecado a lo pornográfico, que es producto de la mentalidad del catolicismo, que es la negación del cuerpo”.

     La cultura española también tiene sus manos metidas en estos tabúes. “Tenemos su herencia, la cultura castradora que nos vino de España”, dijo Cristóbal Guerra, periodista deportivo, profesor de Literatura y Comunicación en la UCAB, quien visitó una sala de cine porno en Francia en 1981.

     Guerra cuenta que en ese país, a diferencia de la entrada veloz y la actitud “sospechosa” de quienes asisten al Urdaneta, “donde existe una clandestinidad denigrante, allá es un hecho absolutamente natural. Como en cualquier ciudad importante de Europa, hay una zona roja de sexo, que en París se llama Pigalle, donde hay cabarets, sitios nocturnos, de prostitución, show, venta de juguetes. La actitud de la gente era como si estaban viendo una película de Walt Disney, o de Woody Allen.”.

     Sin embargo, en la misma Francia, en la sala de cine Le Brady, los asistentes tampoco son como los del Urdaneta. Tablante narra que en esa sala, “la más sórdida de la ciudad, el público eran pordioseros roncadores, indigentes, personas que no tenían un domicilio fijo. Las películas estaban dobladas del inglés al francés, y el audio monofónico era horrible. La sala olía mal”.

     Así como explicó Guerra, que cada ciudad europea que se precie de ser importante tiene su distrito rojo, Ámsterdam (Holanda) es “una de las grandes cunas de lo pornográfico”, según Garrido. Tablante, por su parte, expresa que en esa ciudad “existe un distrito rojo legal, que es una atracción turística. Al salir del metro, se encuentra esta zona, en la que hay un cine porno. Los tipos entraban comiendo papas y salían a los treinta minutos; la permanencia era breve”, parecida a la rotación que ocurre en el Urdaneta donde, aunque algunos se quedan durante toda la tarde, otros entran y salen en un período de tiempo corto.

     Ya en Latinoamérica, Juan Pinto recuerda que “en los noventa, en Bogotá, rondaban hombres y mujeres a las puertas de los cines porno, de modo que eran especies de hoteles de urgencia. En cambio, la visita al cine porno en Venezuela era más individual”.

VOLCÁN DESPIERTO

     Dentro del público convulsionado por las hormonas, se encuentra un joven que deja entrever la incomodidad del principiante frente a la gran pantalla que le muestra una imagen a punto de caerle encima con un close up del sexo de una morena bien dotada.

     A pesar de que la escena logra moverle las fibras, el ambiente no es muy condescendiente como para mostrar todo lo que puede sentir; prefiere algo más íntimo, donde desaparezcan los perjuicios. Sale del cine y se dirige a su casa, donde alguna revista, DVD quemado o dirección de Internet solventará la ausencia de estimulación, por un precio incluso más bajo que la entrada a 5 mil bolívares del Urdaneta.

     Estas imágenes no sólo pueden ser vistas en la pantalla gigante frente a las butacas del Urdaneta, debido a que “la pornografía se ha venido diversificando y no todo su contenido es igualmente ‘hogareño’”, como aparece en el reportaje Porno cultura de Patricia Kolesnicov, en el diario Clarín.

     Con sólo un click, Internet conduce a un mundo paralelo; navegar es hoy en día una labor cotidiana, sin limitaciones de edad ni de género. Son muchas las opciones que presenta, y  en cuanto a tema se refiere, un buscador ofrece todas las facilidades. Si en alguna oportunidad los dedos caen tentados ante el tema pornográfico y colocan en Google la palabra "sexo", aparecerán más de 67.700 millones de páginas. En cambio, si escribe “sex”, se registran más de 408 millones de páginas Web.

     Son cifras altas, que se han visto influidas por el hecho de que lo porno ha emigrado hacia lo virtual. Como afirma Tablante, “a partir de los ochenta, con la incursión del video, comienzan a desaparecer las salas de cine porno. Ahora, todo lo porno está en Internet”.

     Internet es como un adolescente, con los niveles hormonales por las nubes: primero piensa en sexo, y después, otra vez en sexo. Y si en el medio de ambas podía pensar en sexo, también lo hace. Sexo en todas sus posibles configuraciones. Si ese adolescente se encuentra en un entorno discreto, sin mirones alrededor, desde donde puede acceder a todo el contenido del mundo desde la soledad e intimidad de una pantalla en su habitación, obtiene lo que quiere: sexo, y de paso algo de sexo.

     Este auge del Internet relacionado con lo pornográfico está en constante crecimiento. Una encuesta publicada en la página Web www.infobae.com indica que “266 portales nacen por día (relacionados con sexo) y alrededor de 28 mil usuarios entran por segundo a los sitios pornográficos”.

     Así como Internet, existen otras fuentes de material pornográfico que han desplazado el cine de este tipo, como los DVD quemados que venden en la plaza Las Tres Gracias, las revistas Playboy, Sexy Shop y Lolita, entre otras, así como las nuevas opciones de televisión por cable con veinticuatro horas de pornografía. “Todos los buhoneros venden películas porno”, expresa Garcilaso Pumar, fotógrafo y fanático de lo porno, aunque en el actual momento se ha hecho más difícil encontrarlas.

     En cuanto a las revistas pornográficas, para Nelson Garrido lo que disminuye sus ventas es su costo, tan alto que no se compara con lo que puede costar una entrada al cine o navegar en Internet lo que, en consecuencia, disminuye su tiraje.

     Según Garrido, la forma de acceso a la pornografía depende del “nivel social”. Esta postura, aunada a la de Pumar, quien afirma que la pornografía “es una cosa para uno nada más, o para dos, no tiene nada que ver con nadie”, resume parte de las razones que mueven hacia el surgimiento de nuevas alternativas competitivas al cine porno.

     A pesar de todos los canales alternativos, esto no ha impedido que “hoy, el Urdaneta siga ofreciendo el mismo servicio, pese al extenso catálogo pirata de triples X de los buhoneros” (los que quedan), como lo asegura el profesor Sandoval en su crónica.

* Los nombres de los trabajadores del cine fueron cambiados para proteger su privacidad y no exponerlos a riesgos laborales.


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