Villalón hace camino al pintar

Las carencias en su infancia le impidieron dedicarse a los lienzos temprano, pero su perseverancia y su pasión por los paisajes eventualmente le abrieron las puertas hasta convertirse en el famoso “pintor de las brumas”. Es barquisimetano y rinde tributo a su tierra


Joanny Oviedo
Fotos: Armando Llamozas/ El Informador

 L a carretera hacia Quíbor está despejada y Jesús Armando Villalón, con 28 años entonces, maneja enfocado en su meta: a él, que es uno de los mejores vendedores de autos y maquinaria de su empresa, lo esperan sus clientes al final de la vía. Va tranquilo, pero el paisaje lo distrae. Los verdes intensos, las luces, los barrancos se cuelan en el parabrisas. Se orilla a contemplarlos mejor. “¿Cómo es posible que yo vaya a dejar esto tan bello?”, piensa. Ni modo. Se monta de nuevo en el carro y sigue su camino. La próxima vez no habrá paisaje que se le escape: su caballete y unos cuantos pinceles estarán esperando ansiosos en la maleta. Finalmente, la pintura había vuelto a su vida.

Desde niño, tuvo la intuición de que era un artista, porque en la escuela Simón Rodríguez lo llamaban siempre a echar una mano en la cartelera, y en la hora del recreo, mientras el resto de los niños corría despreocupado por el patio, él se quedaba absorto mirando al profesor Castejón restaurando un mural de José Requena. Sin embargo, no fue sino hasta casi los 30 años que, de tanto insistir, logró dedicarse al arte.

Hoy en día tiene 66 y es conocido dentro y fuera del país como “Villalón, el pintor de las brumas”, un barquisimetano que le hace honor a su tierra plasmando el icónico Valle del Turbio cubierto por un velo de niebla mañanera o por intensos atardeceres crepusculares, y que también ha pintado a la Divina Pastora –de la que es devoto–, al Metro de Caracas “embrumado” y a El Ávila. Él ha materializado sus sueños en colores vivos y pasteles.



¿Dónde encuentra inspiración?
Yo tengo la musa todo el tiempo porque sueño mucho, y parece mentira, mis sueños son relacionados con la pintura. Entonces, son las 7:30 am y ya estoy llamando al joven que me ayuda, a ver por qué no ha llegado para irnos al taller; es que es tanto el deseo de llegar a pintar (se mueve inquieto, como niño que no logra quedarse en un solo sitio)... A veces no me sale, el sueño me metió un embuste, pero por lo menos me obligó a no quedarme haciendo siempre lo mismo.

¿Pinta paisajes que no existen?
Casi todos son creados. Por ejemplo, la silueta de El Ávila muchas veces la varío, la invento yo. El que trabaja un paisaje lo que tiene es que sentir la atmósfera: cuando metes el sol, el amarillo y el rojo, tienes que sentir el calor, y cuando metes el azul, sientes el frío. Yo al dar la primera pincelada no sé pa’ dónde voy, me tropiezo, me llevo una rama por aquí, me consigo una piedra en el camino, un charco, y cuando acuerdo, llego. Abro y veo una panorámica abierta, la profundidad, un punto que me llama la atención en el cuadro…

El Picasso Villalón

Mamá, yo quiero estudiar en una escuela de Artes Plásticas –le comentó al salir de sexto grado.
¡Qué riñones tienes tú! Te vas a morir de hambre, vas a andar con un morral, todo jediondo y sucio por la calle, que eso es lo que son los artistas.

Él, el hijo menor y único varón de cinco hermanos, no podía darse el lujo de andar nadando en lo etéreo. “Mi mamá, que no sabía leer ni escribir, nos crió sola, y muchas veces lloraba porque no tenía qué darnos al día siguiente. Yo soy ‘hijo natural’, no tengo segundo apellido, y mi papá murió cuando yo tenía apenas cuatro años y nunca lo conocí, pero tuve la suerte de que mi viejita me duró 98”, recuerda.
Para ayudarla, salía a las 5 am de su casa a repartir las empanadas y arepas con las que ella logró criarlos, y ya a las 7 am se iba apurado al colegio. Aún así, siempre encontraba un espacio para dedicarse a lo suyo. “Yo vivía en todo el centro de Barquisimeto, en la calle 28 con carreras 24 y 25, y en las tardes me iba hacia el sur buscando el Valle del Turbio. Y me sentaba horas a contemplarlo”.

Ya graduado de bachiller, logró repartirse entre trabajar como vendedor, estudiar electricidad en la Escuela Técnica Industrial (carrera que, como no le gustaba, no terminó y sustituyó con un curso de comercio) y asistir de oyente en la escuela de Artes Plásticas, donde conoció al propio Requena. Después de allí, las horas eran de conquista.

A las 7 pm, iba a visitar a Isabel –su esposa desde hace 42 años– para enamorarla. Me llevaba acuarela y unas tablitas redonditas y me ponía a pintarlas para que su familia me viera: “Mira qué bonito, un arbolito, una matica”,  llamaban a la señora de al lado y tal. Se me pasaba el tiempo sin darme cuenta de que a las 10 pm ya no había más taxis y me iba a tener que ir a pie. Era una emoción muy grande, me sentía un Picasso con toda esa gente aquí al lado cuenta bonachón.

Sacando el lienzo

Eventualmente, el hobby de llevarse los caballetes en el carro y pintar por su cuenta al regresar de sus viajes de negocios se hizo insuficiente. Volví a’ que’ Requena, que me recomendó que fuera a’ que’ Ramón Díaz Lugo, fundador de la escuela del paisaje larense, y le dije “maestro, yo quiero pintar con usted, pero no puedo cumplir un horario, yo trabajo”, y él me dijo “agárrate los días que tengas, me los traes y yo te los corrijo”.

¿Y mantuvo las dos cosas, su trabajo y la pintura?
Bueno, mi esposa viendo que yo estaba enamorado de la pintura y no me atrevía a confesarle “quiero dedicarme a esto”, me dijo “¿por qué no te agarras un año sabático y con la liquidación más lo que yo gano (como gerente de una empresa) estiramos los realitos?”. Así hicimos y después fui yo el que le dijo “retírate, porque me está yendo muy bien”.

En 1981, decidió visitar los museos de Europa por consejo del maestro Ramón Díaz Lugo, y en el recorrido se encontró con otros artistas larenses que estudiaban y tenían sus talleres allá. Se animó él también, y al regresar a Venezuela, se empeñó en estudiar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Aplicó para una beca, y al no quedar seleccionado, buscó nuevas opciones.

Pensé “no puedo perder este boche”. Vendí los dos carros que tenía, algunas obras de arte que había adquirido con mucho sacrificio y alquilamos la casa –el lugar donde ocurre la entrevista y donde, al mismo tiempo, funciona su galería en la urbanización “Nueva Segovia”, nombre original de la capital larense.

Su esposa lo apoyó. Se llevaron a sus dos hijos, Jesús y Jeysa, que estaban en kinder y primaria, y durante dos años vivieron de ese colchoncito de dinero y de las ventas de sus obras que desde Barquisimeto le hacía su tío Donatto.

Esa experiencia fue importantísima. Estar frente a una obra de Goya, de Velázquez, de Joaquín Sorolla, que me marcó pa’ toda la vida con aquellas luces, y de Joaquín Mir… ¡valió la pena! Los fines de semana nos íbamos a los museos y yo me quedaba una hora estudiando un cuadro, los contrastes, haciendo notas, y al salir estaba loco por llegar a la casa a practicar lo que había visto.

Homenaje

De regreso a Venezuela, se prometió rendirle homenaje a su ciudad, “y qué más bonito que pintar nuestro valle como yo lo siento”. Dejó su taller en el centro de Barquisimeto –ubicado en la misma casa donde se crió de pequeño– y se fue a vivir con su familia al cerro Terepaima, desde donde tenía “una vista de 180 grados por la que veía cómo el Valle del Turbio iba cambiando de colores como un camaleón”. En esa cabaña estaría feliz por 9 años, hasta que en 2010, un atraco los hizo regresar a Nueva Segovia.

Luego de tanto andar, Villalón, casi un autodidacta de la pintura que el año pasado recibió, junto a Esteban Castillo, el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Lisandro Alvarado, sentencia contento: “Ser pintor es cuestión de proponérselo. La mía es una historia traumática, pero bonita si se quiere… Si yo naciera de nuevo, agarraría la misma profesión y me prepararía mejor, porque no hay cosa más divina en la vida que hacer lo que a uno le gusta”.



Pincel encendido
¿Algún ritual para pintar?
–Trabajar solo y escuchar música; incluso tocar el cuatro, que lo hago maluco, pero me lo disfruto. Cuando estoy en silencio, pongo un bolerito y me transporto. Se me pasan las horas pintando en mi taller y muchas veces son las 3:00 pm y me llama mi esposa “¿no vas a venir a almorzar?”. Ahí es cuando despierto “cónchale, ¿adónde iba yo?”, pero yo iba era encendido metido por ese camino en que uno no sabe a dónde iba a llegar, pero que cuando lo logra, sale el cuadro. En cambio, hay otros que no los logro en una sola sesión o con los que no quedo muy contento.
¿Y se venden?
–Bueno, a veces pienso que hice un trabajo raro y lo pongo aquí en la galería y es el primero que se vende (risas).



* Texto publicado en el suplemento dominical díaD del diario 2001, el 18 de septiembre de 2011.

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